Las «excepciones»

Ensayo de Sigmund Freud publicado en la revista Imago junto a «Los que fracasan cuando triunfan» y «Los que delinquen por conciencia de culpa», bajo el título general «Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico» (1916).

El trabajo psicoanalítico se ve una y otra vez enfrentado a la tarea de instar al enfermo a que renuncie a una ganancia de placer fácil e inmediata. No es que deba renunciar al placer en general; quizás a ningún hombre pueda alentárselo a eso, y aun la religión tiene que fundar su reclamo de abandonar el placer terrena) prometiendo a cambio la concesión de un grado incomparablemente más alto de placer superior en un más allá. No, el enfermo sólo debe renunciar a esas satisfacciones de las que infaltablemente se sigue un perjuicio, sólo debe privarse por un tiempo y aprender a trocar esa ganancia inmediata de placer por una más segura, aunque pospuesta. Dicho con otras palabras: debe realizar, bajo la guía del médico, ese avance desde el principio de placer hasta el principio de realidad por el cual el hombre maduro se diferencia del niño. En esta labor educativa, la mejor intelección del médico difícilmente desempeñe un papel decisivo; por regla general, lo único que sabe decirle al enfermo es aquello que puede serle dicho a este por su propio entendimiento. Pero no es lo mismo saber algo dentro de sí y oírlo de parte de otro; el médico asume el papel de este otro eficaz; se sirve de la influencia que un ser humano puede ejercer sobre los otros. 0, recordando que en el psicoanálisis es usual poner lo originario y lo raigal en lugar de lo derivado y diluido, digamos que el médico, en su obra educativa, se sirve de algunos componentes del amor. Es probable que en semejante poseducación no haga sino repetir el proceso que, en general, posibilitó la educación primera. junto al apremio de la vida, es el amor el gran pedagogo, y el hombre inacabado es movido por el amor de quienes le son más próximos a tener en cuenta los mandamientos del apremio y a ahorrarse los castigos de su trasgresión.

Si del enfermo se exige así una renuncia provisional a alguna satisfacción placentera, un sacrificio, una aquiescencia a aceptar por un tiempo un sufrimiento a cambio de una finalidad mejor, o aun sólo la decisión a someterse a una necesidad que vale para todos, se tropieza con individuos que con alguna motivación particular se revuelven contra esa propuesta. Dicen que han sufrido y se han privado bastante, que tienen derecho a que se los excuse de ulteriores requerimientos, y que no se someten más a ninguna necesidad desagradable pues ellos son excepciones y piensan seguir siéndolo. En un enfermo de este tipo, esa pretensión se extremaba hasta el convencimiento de que una Providencia particular, que lo protegería de semejantes sacrificios dolorosos, velaba por él. En contra de certidumbres interiores que se exteriorizan con esa fuerza, los argumentos del médico nada consiguen, pero también su influencia fracasa al comienzo, por lo cual se ve llevado a rastrear las fuentes de que se alimenta ese dañino prejuicio.

Ahora bien, es cosa segura que cada cual querría presentarse como una «excepción» y reclamar privilegios sobre los demás. Pero, precisamente por eso, hace falta un fundamento particular, que no se encuentra en todas partes, para que el enfermo realmente se proclame una excepción y se comporte como tal. Puede alegar más de uno de tales fundamentos; en los casos indagados por mí se logró revelar una peculiaridad común a esos pacientes en sus más tempranos destinos de vida: Su neurosis se anudaba a una vivencia o a un sufrimiento que los habían afectado en la primera infancia, de los que se sabían inocentes y pudieron estimar como un injusto perjuicio inferido a su persona. Los privilegios que ellos se arrogaron por esa injusticia, y la rebeldía que de ahí resultó, habían contribuido no poco a agudizar los conflictos que más tarde llevaron al estallido de la neurosis. En una de las pacientes de este tipo se instaló tal actitud frente a la vida al enterarse ella de que un doloroso padecimiento orgánico, que le había impedido alcanzar sus metas vitales, era de origen congénito. Mientras creyó que ese padecimiento era una adquisición tardía y contingente, lo sobrellevó con resignación; desde que se la esclareció sobre su carácter hereditario, se alzó en rebeldía. El joven que se creía tutelado por una Providencia particular había sido, de lactante, víctima de una infección accidental que le trasmitió su nodriza, y por el resto de sus días vivió de sus reclamos de resarcimiento como de una pensión por accidente, sin saber ni por asomo el fundamento de su pretensión. En su caso, el análisis, que construyó este resultado partíendo de oscuros restos mnémicos e interpretaciones de síntomas, fue objetivamente corroborado por informaciones obtenidas de la familia.

Por razones que con facilidad se comprenden, no puedo comunicar mucho más de estas historias clínicas ni de otras. Tampoco quiero profundizar en la sugerente analogía entre la deformación del carácter tras un prolongado achaque en la infancia y la conducta de pueblos enteros que tienen un pasado de graves sufrimientos. En cambio, no me privaré de aludir a una figura plasmada por el más grande de los creadores literarios, en cuyo carácter la pretensión de excepcionalidad se enlaza íntimamente con los factores del daño congénito y es motivada por este último.

En el monólogo introductorio de Ricardo III, de Shakespeare, dice Gloucester, el que después es coronado rey:

«Mas yo, que no estoy hecho para traviesos deportes
ni para cortejar a un amoroso espejo;
yo, que con mí burda estampa carezco de amable majestad
para pavonearme ante una ninfa licenciosa;
yo, cercenado de esa bella proporción,
arteramente despojado de encantos por la Naturaleza,
deforme, inacabado, enviado antes de tiempo
al mundo que respira; a medias terminado,
y tan renqueante y falto de donaire
que los perros me ladran cuando me paro ante ellos;
(…)
»Y pues que no puedo actuar corno un amante
frente a estos tiempos de palabras corteses,
estoy resuelto a actuar como un villano
y odiar los frívolos placeres de esta época».

A primera vista, en este parlamento programático echaríamos de menos quizá la relación con nuestro tema. Ricardo no parece decir sino esto: «Me aburro en este tiempo de ocio y quiero divertirme. Pero ya que por mi deformidad no puedo entretenerme como amante, obraré como un malvado, intrigaré, asesinaré y haré cuanto me venga en gana». Una motivación tan frívola tendría que ahogar todo rastro de simpatía en el espectador si nada más serio se ocultara tras ella. Pero en tal caso la pieza sería también psicológicamente imposible, pues el creador debe ingeniárselas para suscitar en nosotros un secreto trasfondo de simpatía por su héroe, si es que hemos de sentir sin veto interior la admiración por su osadía y su habilidad, y semejante simpatía sólo puede estar fundada en la comprensión, en el sentimiento de una posible comunidad interior con él.

Por eso, creo que el monólogo de Ricardo no lo dice todo; insinúa meramente, y deja a nuestro cargo explicitar lo insinuado. Pero si emprendemos ese completamiento, desaparece la apariencia de frivolidad, cobran su justificación la amargura y el detalle con que Ricardo ha descrito su deformidad, y se nos revela esa comunidad que gana nuestra simpatía aun en favor de ese malvado. He aquí, entonces, lo que él quiere decir: «La naturaleza ha cometido conmigo una grave injusticia negándome la bella figura que hace a los hombres ser amados. La vida me debe un resarcimiento, que yo me tomaré. Tengo derecho a ser una excepción, a pasar por encima de los reparos que detienen a otros. Y aun me es lícito ejercer la injusticia, pues conmigo se la ha cometido». Y ahora sentimos que nosotros mismos podríamos volvernos como Ricardo, y hasta en pequeña medida ya estamos dispuestos a hacerlo. Ricardo es una magnificación gigantesca de este aspecto que descubrimos también en nosotros. Creemos tener pleno fundamento para poner mala cara a la naturaleza y al destino a causa de daños congénitos y sufridos en la infancia; exigimos total resarcimiento por tempranas afrentas a nuestro narcisismo, a nuestro amor propio. ¿Por qué la naturaleza no nos ha agraciado con los, dorados bucles de Balder, la fortaleza de Sigfrido, la frente levantada del genio o el noble perfil del aristócrata? ¿Por qué nacimos en una casa burguesa y no en el palacio del rey? Eso de ser hermosos y distinguidos lo haríamos tan bien como todos aquellos a quienes ahora tenemos que envidiar.

Pero, en el arte del creador, es una fina economía que no haga proferir a su héroe en alta voz y hasta el final todos los secretos de su motivación. Así nos compele. a completarla, apela a nuestra actividad espiritual apartándola del pensamiento crítico y reteniéndonos en la identificación con el héroe. Un chapucero, en su lugar, vertiría en expresión conciente todo lo que quiere comunicarnos, y entonces tropezaría con nuestra inteligencia fría, desembarazada en sus movimientos, que no nos dejaría abismarnos en la ilusión.

No queremos abandonar las «excepciones» sin apuntar que la pretensión de las mujeres a ciertas prerrogativas y dispensas de tantas coerciones de la vida descansa en el mismo fundamento. Como lo averiguamos por el trabajo psicoanalítico, las mujeres se consideran dañadas en la infancia, cercenadas de un pedazo y humilladas sin su culpa, y el encono de tantas hijas contra su madre tiene por raíz última el reproche de haberlas traído al mundo como mujeres y no como varones.

Extraído de Sigmund Freud, Obras completas, v. XIV, Buenos Aires, Amorrortu.

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